No recuerdo con claridad lo que soné
aquella noche, pero sí recuerdo la sensación de intranquilidad y
agobio que me invadía esa mañana lluviosa cuando me desperté. Tras
alargar unos minutos mas la hora de levantarme (algo que era muy
habitual en mí ya que adoraba permanecer en la cama tapada mientras
escuchaba como se precipitaban las gotas de lluvia sobre la ventana
de mi habitación) decidí ir a desayunar. De un salto (extrañamente
más alto de lo normal) bajé de mi cama y me dirigí a abrir la
puerta de mi cuarto. Pasé por delante del espejo y tras percibir
algo raro en el reflejo decidí retroceder y observarlo con más
detalle.
Vi a un ser horrible, de color verde,
con una piel brillante y viscosa y ojos saltones. A pesar de tener
unas largas piernas, estas se encogían adoptando una posición que,
en mi nuevo estado, me resultaba muy cómoda.
No daba crédito a lo que estaba
viendo, ¡me había convertido en una asquerosa rana! Quise creer que
era un sueño, incluso llegué a intentar pellizcarme para poder
despertarme de él, pero me fue imposible a que mis manos ya no eran
las misma. Ahora era verde esmeralda, mis dedos ya no tenían forma
humana y se encontraban unidos por una fin membrana que impedía que
cada uno de ellos pudiera realizar su movimiento independientemente
de los demás. Comencé a llorar, por el miedo que sentía, por la
tristeza que suponía haberme convertido en eso, por la angustia de
no saber qué hacer.
Tras permanecer más de media hora
inmóvil, llorando, incapaz de volver a mirarme en el espejo, decidí
pedir ayuda, y grité. Llamé a mis padres, pero de mi boca salió un
extraño ruido. Lo intenté varias veces más. El sonido que emitía
era el mismo, lo único que variaba era la intensidad, que cada vez
era mayor. Ante este ruido, mis padres subieron rápidamente la
escalera y picaron a mi puerta. Como yo no contestaba volvieron a
picar y tras varios minutos de indecisión entraron.
La primera reacción de mi madre fue
gritar, y mi pare, la agarró y puso su brazo por delante de ellos
como intentando protegerla. ¿Protegerla de quién?¿de su propia
hija?.
Rápidamente cerraron la puerta y no
supe nada más de ellos durante las tres horas siguientes.
No paré de darle vueltas a como
hacerles ver que seguía siendo la misma, que no tenían por qué
temerme porque en ningún caso, por nada del mundo, les haría daño.
De repente sentí como se movía la
manilla de la puerta y esta se abrió unos centímetros. Se asomó mi
padre seguido de mi madre, pero ninguno de los dos se atrevió a
entrar. Al ver sus caras de temor me invadió una rabia enorme ya
que, por un lado entendía que me tuvieran miedo al ver a este
horrible monstruo, pero yo no había dejado de ser su hija. También
sentí pena. Pena al ver que ellos lo estaban pasando mal y la única
razón de que ellos se sintieran así era yo.
La angustia me invadió y las ganas de
llorar volvieron con tanta fuerza o más que unas horas antes. No
sabía que podía hacer. Me arrinconé en una esquina y comencé a
llorar.
Mis padres seguían asomados y yo cerré
os ojos porque no soportaba aquella situación. Dentro de mi
sufrimiento encontraba un poco de paz al no ver lo que estaba
pasando, aunque en mi cabeza esta situación era imposible dejarla a
un lado.
Inesperadamente escuché a mi padre
susurrarle algo a mi madre. Creo que en mi vida nunca unas palabras
tan simples me habían hecho tan feliz. Las palabra exactas fueron:
“Inés mira esa pulsera en su pata, es la de nuestra hija. Es
ella.” Una sensación de tranquilidad enorme me invadió.
Ambos se acercaron y comenzaron a
llorar ya que no encontraban una explicación para que su hija
estuviera en ese estado.
Al día siguiente tomaron la mejor
decisión que podía haber tomado. Sin duda debió de ser muy duro
para ellos dejarme en un río que había a escasos kilómetros de
casa, pero era donde mejor me encontraría ahora que había dejado de
ser humana. Por suerte, recibía su visita diaria y eso facilitaba
mucho las cosas. Sin duda nunca sabré como agradecérselo.
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