lunes, 8 de febrero de 2016

Relato Ángela Martínez

No recuerdo con claridad lo que soné aquella noche, pero sí recuerdo la sensación de intranquilidad y agobio que me invadía esa mañana lluviosa cuando me desperté. Tras alargar unos minutos mas la hora de levantarme (algo que era muy habitual en mí ya que adoraba permanecer en la cama tapada mientras escuchaba como se precipitaban las gotas de lluvia sobre la ventana de mi habitación) decidí ir a desayunar. De un salto (extrañamente más alto de lo normal) bajé de mi cama y me dirigí a abrir la puerta de mi cuarto. Pasé por delante del espejo y tras percibir algo raro en el reflejo decidí retroceder y observarlo con más detalle.
Vi a un ser horrible, de color verde, con una piel brillante y viscosa y ojos saltones. A pesar de tener unas largas piernas, estas se encogían adoptando una posición que, en mi nuevo estado, me resultaba muy cómoda.
No daba crédito a lo que estaba viendo, ¡me había convertido en una asquerosa rana! Quise creer que era un sueño, incluso llegué a intentar pellizcarme para poder despertarme de él, pero me fue imposible a que mis manos ya no eran las misma. Ahora era verde esmeralda, mis dedos ya no tenían forma humana y se encontraban unidos por una fin membrana que impedía que cada uno de ellos pudiera realizar su movimiento independientemente de los demás. Comencé a llorar, por el miedo que sentía, por la tristeza que suponía haberme convertido en eso, por la angustia de no saber qué hacer.
Tras permanecer más de media hora inmóvil, llorando, incapaz de volver a mirarme en el espejo, decidí pedir ayuda, y grité. Llamé a mis padres, pero de mi boca salió un extraño ruido. Lo intenté varias veces más. El sonido que emitía era el mismo, lo único que variaba era la intensidad, que cada vez era mayor. Ante este ruido, mis padres subieron rápidamente la escalera y picaron a mi puerta. Como yo no contestaba volvieron a picar y tras varios minutos de indecisión entraron.
La primera reacción de mi madre fue gritar, y mi pare, la agarró y puso su brazo por delante de ellos como intentando protegerla. ¿Protegerla de quién?¿de su propia hija?.
Rápidamente cerraron la puerta y no supe nada más de ellos durante las tres horas siguientes.
No paré de darle vueltas a como hacerles ver que seguía siendo la misma, que no tenían por qué temerme porque en ningún caso, por nada del mundo, les haría daño.
De repente sentí como se movía la manilla de la puerta y esta se abrió unos centímetros. Se asomó mi padre seguido de mi madre, pero ninguno de los dos se atrevió a entrar. Al ver sus caras de temor me invadió una rabia enorme ya que, por un lado entendía que me tuvieran miedo al ver a este horrible monstruo, pero yo no había dejado de ser su hija. También sentí pena. Pena al ver que ellos lo estaban pasando mal y la única razón de que ellos se sintieran así era yo.
La angustia me invadió y las ganas de llorar volvieron con tanta fuerza o más que unas horas antes. No sabía que podía hacer. Me arrinconé en una esquina y comencé a llorar.
Mis padres seguían asomados y yo cerré os ojos porque no soportaba aquella situación. Dentro de mi sufrimiento encontraba un poco de paz al no ver lo que estaba pasando, aunque en mi cabeza esta situación era imposible dejarla a un lado.
Inesperadamente escuché a mi padre susurrarle algo a mi madre. Creo que en mi vida nunca unas palabras tan simples me habían hecho tan feliz. Las palabra exactas fueron: “Inés mira esa pulsera en su pata, es la de nuestra hija. Es ella.” Una sensación de tranquilidad enorme me invadió.
Ambos se acercaron y comenzaron a llorar ya que no encontraban una explicación para que su hija estuviera en ese estado.

Al día siguiente tomaron la mejor decisión que podía haber tomado. Sin duda debió de ser muy duro para ellos dejarme en un río que había a escasos kilómetros de casa, pero era donde mejor me encontraría ahora que había dejado de ser humana. Por suerte, recibía su visita diaria y eso facilitaba mucho las cosas. Sin duda nunca sabré como agradecérselo.

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